El nuevo escándalo económico-urbanístico destapado en el Ayuntamiento de Estepona es algo más que una mera segunda parte de lo ocurrido tiempo atrás en Marbella. Ya no podemos escudarnos tras la teoría que la corrupción es cosa de unos cuantos desaprensivos y sinvergüenzas que montan un partido de corte populista para saquear las arcas públicas si acompaña la suerte en las elecciones. Ahora comprobamos que la tentación de meter la mano es más bien transversal.
El alcalde de Estepona detenido por la policía era militante de uno de los grandes partidos nacionales. Damos por descontado que su partido ignoraba las andazas de su edil. Y alabamos su inmediata expulsión. Pero el daño ya está hecho. Estepona es la demostración empírica de que la corrupción puede anidar en todas partes, no sólo en inventos como fue en su día el GIL.
Que el Ayuntamiento implicado estuviera gobernado por el PSOE es lo de menos, si mucho nos apuran. En este momento, el PP puede buscarle la yugular al tema porque ciertamente hay dónde morder. No obstante, en estas cuestiones los populares no deberían olvidar que han tenido la suerte de que en la Costa del Sol nadie les saliera rana, y les corresponde por tanto un papel muy cómodo, pero que en otras partes han sufrido y sufren desgracias parecidas.
Es sabido que la corrupción provoca la quiebra de la confianza que los ciudadanos depositan en sus electos. Pero comparar las imágenes de un alcalde que sale esposado del Ayuntamiento con las de sus mítines, en los que se presentaba como un adalid de la honradez, resulta devastador para la democracia. No porque el edil sea o no un chorizo, sino por el efecto que produce el engaño.
No es que dicho efecto sea antipedagógico, por decirlo de forma elegante. Es que pervierte los conceptos hasta extremos que no pueden ser más paradójicos. Convendría no olvidar que el GIL llegó al poder en Marbella y otros municipios aprovechando las dudas que dejaba tras de sí la actuación de los partidos tradicionales. Es más, quienes acabaron montados a largo plazo en el carro de la corrupción fueron quienes previamente más la habían denunciado. Sólo nos queda la duda de si se hartaron de predicar en el desierto y prefieron trabajarse una jubilación de oro, o si sólo se trataba de un “quítate tú para ponerme yo”. Es difícil decidir cual es la peor.
No ayuda para nada que tropecemos repetidamente en la misma piedra. ¿Dónde están los buenos propósitos y las mejores intenciones que se formularon tras la Operación Malaya en Marbella? Dijimos entonces que no se requerían nuevas leyes ni medidas de excepción para atajar la corrupción. El caso de Marbella puso de manifiesto que bastaba con tomarse en serio los recursos legales ya existentes. El caso de Estepona lo ratifica.
Sin embargo, las victorias contra la corrupción nos dejan siempre un regusto amargo. Seguramente porque se trata de batallas individuales y aisladas de una guerra mucho más amplia. Pero no hay que cejar en el empeño. El tópico dice que la inmensa mayoría de electos son honrados. Y es un tópico que dice la verdad. Que un gobernante no nos guste, que se equivoque en sus decisiones o que creamos que se ha puesto un sueldo demasiado alto, no significa que sea una manzana podrida.
Por eso hay que separar el grano de la paja y expulsar de la vida pública a quienes no tienen reparo en ensuciarse las manos. No hay que olvidar que la deslegitimación de la democracia por la vía de la abstención, el populismo peligroso y hasta ciertos proyectos políticos basados en la xenofobia, acechan tras la proclama, infundada, de que todos son iguales.
jueves, 3 de julio de 2008
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